SE ENSANCHA EL FOSO FRATRICIDA. Memorias del miliciano Isidoro Andreu XV

Continuamos con la publicación del documento de las Memorias de un Miliciano que inciamos con NACE UN REPUBLICANO. Memorias del miliciano Isidoro Andreu (I).  En él se recogen las vivencias del bilbaíno Isidoro Andreu, desde su incorporación al frente de Álava hasta la retirada por Cantabria y su caída prisionero en la plaza de toros de Santander.

Llegó el mes de enero y con él uno de los hitos más terribles en la historia de nuestra guerra civil. La normalidad, dentro del transcurrir del asedio, era total por lo que aquel día fatal del 4 de enero llegó sin que nada hiciera sospechar a los bilbaínos la sangre que iba a ser derramada. En un momento determinado, suenan las sirenas de alarma aérea, como tantas otras veces había ocurrido y la gente corre despavorida a los refugios. Yo me meto en un desaguadero de la mina de San Luis, en el muelle de Urazurrutia. A los pocos segundos suenan los motores de los Junkers sobre nuestras cabezas y, a continuación, las bombas comienzan a estallar a nuestro alrededor. Está claro que el bombardeo se centra sobre los barrios más populares de Bilbao, en una línea recta que comienza en las cercanías de la “Palanca”, sigue por San Francisco, muelle de Ripa, Casco Viejo, Iturribide, no cayendo una sola bomba sobre el Ensanche, zona de Indauchu y Gran Vía. Un bombardeo verdaderamente clasista y muy propio de las mentalidades de las gentes que lo planificaron. Las dianas son hogares de gentes humildes y los cadáveres aplastados y descuartizados son, en su inmensa mayoría, familias de trabajadores, muchos de los cuales están en los frentes de combate.

Termina el bombardeo, pero antes de alejarse los aviones alemanes, los cazas rusos derriban dos Heinkels. Uno de ellos cae cerca del monte Arraiz y el piloto se tira en paracaídas. Al llegar a tierra se encuentra rodeado por varios milicianos y sólo se le ocurre sacar su pistola. En un momento es muerto por los que le rodeaban y posteriormente su cadáver es paseado por algunas calles bilbaínas. El otro, más prudente, no intentó resistirse y fue hecho prisionero. A medida que pasan las horas, el pueblo de Bilbao va enterándose de la carnicería ocasionada por los aviones facciosos y al estupor y al horror, lo sustituye la rabia y el afán de venganza y entonces la masacre se hace inevitable.

El pueblo bilbaíno, que sabe perfectamente donde están detenidos los principales responsables del estallido de aquella miserable guerra civil, que muchos de ellos han financiado con sus fortunas, intuye perfectamente que, sobre los aviadores asesinos, está la responsabilidad de los plutócratas que han financiado aquella bárbara guerra, para defender sus bastardos intereses materiales. El pueblo bilbaíno conoce de sobra a sus enemigos de clase, conoce sus nombres y apellidos, sabe dónde están refugiados más que presos y, dejándose llevar por la furia de fiera herida que en ese momento, se concentra ante las prisiones de Larrínaga, el Carmelo, las Adoratrices… y ante la pasividad de las fuerzas de orden público del Gobierno Vasco, asalta estas prisiones y se venga de forma cruel, haciendo correr en ellas tanta sangre como horas antes había corrido por las calles de Bilbao.

Aquella explosión de salvajismo no hace otra cosa que abrir más el foso que separa a los dos bandos en lucha y pasado aquel furor cainita, los dos bandos quedan sin argumentos a la hora de reprocharse la bestialidad de lo ocurrido.

Al día siguiente, quizás como consecuencia de aquella tragedia, mi compañera de trabajo Pura, me llama a la trastienda con mucho misterio, me enseña una pistola totalmente nueva, con su estuche reluciente y cuatro cargadores y me pide, por favor, que me haga cargo de ella. Pertenece a su padre, que yo se que es carlista, y me confiesa que teme algún registro en su casa y que la encuentren, con lo que esto podría su poner para él. No tengo ningún inconveniente en quedarme con ella, al contrario, en los tiempos que corren creo que me puede proporcionar seguridad.

Por aquellos días mi famoso y ambiguo primo Tomás, quien había estado un día en mi casa a visitarme vestido con un flamante uniforme de pana marrón, incluida gorra de plato con los distintivos de alumno oficial de la academia militar del gobierno vasco, se presenta esta vez a deshora de la noche, para contarme la más fantástica historia de espionaje. Según me relata, por una denuncia falsa, le habían encerrado en el segundo piso del Colegio de los Jesuitas de Indauchu, cuartel de los batallones de la columna Meabe, acusada de infiltrado de Falange en la academia militar vasca. Se había descolgado por la fachada, agarrado a un canalón de desagüe y, hasta que se aclarasen las cosas, tenía que ayudarle. En principio, me pedía que me acercase hasta su casa (vivía en una barriada encima de la estación del tren, en Deusto) y me cerciorase de si estaba vigilada. El encargo tenía su “miga”, si la acusación estaba fundada, pues podía meterme a mí en un lío; pero se trataba de un primo hermano y no podía dejar de ayudarle. Se quedó en mi casa, más asustado que un perro pequeño y me fui para Deusto, donde comprobé que, efectivamente, le estaban esperando. Al atravesar un pequeño puente que pasaba por debajo de las vías del tren, me metieron de pronto la luz de una linterna por los ojos, mientras me empujaban contra la pared. Eran tres hombres y uno de ellos dijo “no es él, déjale pasar” y ya lo creo que pasé, pero a paso ligero hasta llegar a la estación del ferrocarril y coger el tren de regreso hacia mi casa. Cuando llegué y le conté lo sucedido, casi balbuceando las gracias abrió la puerta y salió como alma que lleva el diablo. No volví a verle hasta varios meses después y en unas circunstancias tan especiales que las relataré en su momento.

Pasan los días y las semanas, hasta que topamos los bilbaínos de la retaguardia con una de las fechas cruciales en la marcha inexorable de aquella “incivil” guerra. Es el 31 de marzo de 1937 y desde la mañana temprano empiezan a circular por Bilbao rumores inquietantes sobre algo grave que está ocurriendo en los frentes de combate. Aquellos rumores se empiezan a confirmar cuando, desde media mañana, comienzan a llegar a la villa, con profusión de sirenas, una serie de ambulancias que a toda velocidad van dirigiéndose a los distintos hospitales que rodean la ciudad. Enseguida cunde la alarma, porque empieza a conocerse que los facciosos han iniciado lo que parece será una gran ofensiva sobre la capital vasca. En las primeras horas de la tarde ya no hay ninguna duda de que en el frente de Ochandiano nuestras tropas se están batiendo bravamente, pero que están casi indefensas ante los bombardeos de los Junkers “nazis”.

Las noticias son alarmantes, pero más alarmantes todavía son los bulos que empieza a propagar la “quinta columna”, que son más fácilmente creídos cuanto más exagerados.

Lo que no resulta un bulo, sino una atroz realidad, es la noticia del feroz bombardeo aéreo sobre Durango, ocurrido a primeras horas de la mañana, que se extiende por todo Bilbao. Se habla de docenas de muertos y muchos heridos, todos ellos civiles, que hay que hospitalizar mezclados con los milicianos que traen de los frentes en plena batalla.

Durante unos días Bilbao vive la guerra con ansiedad, pues la ofensiva fascista es muy dura y se sabe que el frente ha sido roto por dos sitios, por donde se ha introducido el enemigo en una profundidad de varios kilómetros. A los pocos días de batalla, los nervios se van serenando entre los bilbaínos, pues la primera embestida ha sido frenada y el enemigo nos da tregua mientras se recupera y reorganiza.

Pasan los días y la nueva conmoción entre los vecinos de Bilbao se produce el día 18 de abril, cuando una escuadrilla de Junkers nos hace una visita y nos deja su tarjeta en forma de bombas que esta vez me afecta personalmente. Me dicen que una de las bombas ha caído sobre la fábrica de calzado de Cotorruelo, en la calle de Iturribide y tengo un mal presentimiento. En Iturribide vive Eleni y Cotorruelo es refugio antiaéreo en sus sótanos, donde se meten, en caso de alarma antiaérea, muchos vecinos de esa calle. Me desplazo rápidamente hasta allí y me entero, como me temía, que una de las personas que han sacado heridas era ella, pero que no tenía nada grave. Al día siguiente la visito en el hospital de Basurto y puedo comprobar que su fractura de tobillo no ha disminuido su normal simpatía y, aunque todavía asustada, noto que le ha alegrado mi visita, lo que me llena de contento.

Pocos días después y estando todavía ella hospitalizada, el Gobierno Vasco moviliza mi quinta. Ante el dilema de tener que incorporarnos al Regimiento de Garellano, mis amigos y vecinos Alejandro, Ángel el Rubio, Nanu y Santiago, decidimos presentarnos voluntarios en el II Batallón Meabe, de las Juventudes Socialistas [1](2º del Ejercito de Euskadi) bilbaínas, donde creemos que vamos a estar más “arropados”. Allí nos uniforman, nos arman, nos señalan sección, compañía y capitán y, al día siguiente, sin poder despedirnos de nadie, salimos hacia el frente.

Esta vez conocemos nuestro destino, pues en el cuartel del Meabe ya nos habían dicho que nuestro nuevo Batallón estaba en el frente de Barambio. Llegamos allí en pocas horas de viaje y al llegar al pueblo bajamos de los autobuses y nos ponemos en camino, a través del monte, hasta introducirnos en un cerrado bosque de hayas por donde caminamos hasta perder la noción del tiempo. Cuando ya empezábamos a estar hartos de bosque, de pronto, desembocamos en un claro donde, en primer plano, aparece una hermosa perola. A su alrededor varias chabolas rústicas y a las puertas de ellas, una especie de tribu de aborígenes que nos daba la bienvenida con especial cachondeo. Estábamos en la posición de Fuente Roja que, como comprobamos al poco tiempo, era una especie de campamento de “boyscouts” que aunque mayorcitos, disfrutábamos a tope de aquel “chollo” que nos había tocado en plena guerra. En aquella posición no se oía un disparo, el enemigo más cercano estaba en los altos de Sierra Salvada y no era fácil que se les ocurriera bajar y meterse en nuestro bosque, pues los pocos senderos que por allí existían los teníamos perfectamente controlados.

Aquellos días felices pasaron rápidamente y cuando menos los esperábamos, llegó una remesa de milicianos más novatos aún que nosotros, que venían a ocupar nuestra posición. Recogimos nuestros petates y nos introdujimos más en el bosque, en busca de la nueva posición a la que nos enviaba el Mando. A los pocos kilómetros llegamos a una pequeña loma, totalmente cubierta también de arbolado, que dominaba una vaguada por donde subía un camino de carretas, apto para que nos llegase la visita de algún carro de combate, si no fuera porque se había cavado en él una hermosa trampa anti-tanque que lo convertía en intransitable. Aquella era la posición de Sobrehayas y resultaba tan tranquilizadora como la que acabábamos de dejar. Lo que no nos resultó tan agradable fue la primera noche que dormimos allí, pero no por culpa de los requetés, sino de una plaga de sapos que se metió en nuestra cabaña y que nos saltaban a la cara en cuanto nos tumbábamos.

En Sobrehayas fue donde nuestro amigo Nanu dio buen susto a todos, que acabó en regocijo general y motivo de cachondeo durante todos los meses que nos tocó vivir juntos. Una noche, estando el Nanu de guardia en la trinchera, fuimos todos sorprendidos y asustados por el estallido de una bomba de mano. Salimos a la carrera de las chabolas y nos dirigimos a la trinchera donde hacía la guardia nuestro compañero. Este nos recibió haciéndonos un gesto de silencio, mientras con el dedo nos indicaba un lugar de la loma de enfrente donde comenzaba a asomar un punto luminoso. La primera reacción de todos fue de recelo, hasta que uno de nuestros camaradas veteranos soltó un juramento y a continuación una risotada:

“¡Pero será imbécil el tío, que le ha soltado un bombazo a la luna!”

 Efectivamente, ésta comenzaba a asomar por el borde de la loma y el Nanu, según su explicación, había creído que alguien se aproximaba con una linterna. Su imaginación y su falta de veteranía le habían jugado una mala pasada que le convirtió en un personaje de “chascarrillo” entre todo el batallón.

Estábamos teniendo una primavera espléndida, comíamos como leones – pues el rancho era poco variado pero abundante – dormíamos lo que queríamos y estábamos atezados de tanto tomar el sol en aquel paraíso particular que nos había tocado en suerte, al margen por completo de los combates que sabíamos se estaban librando en la ofensiva sobre Bilbao. Nuestro único papel en aquel drama consistía en “camuflarnos” bajo la protección de los árboles, cuando alguna escuadrilla de aviación, en su paso hacia los frentes, volaba sobre nosotros.

 Vivíamos tan inmersos en aquel “Nirvana” que habíamos perdido la noción del tiempo y no sabíamos ni la fecha, ni casi el mes en que estábamos y en nuestro subconsciente no queríamos saberlo, sino disfrutar de la suerte que teníamos mientras durase. Rehuíamos hablar del mañana, porque en nuestro fuero interno nos asustaba pensar en cómo terminaría aquella guerra, pues no éramos tontos y sabíamos que Asturias estaba lejos pero para nosotros podía convertirse en el fondo del saco donde nos cogerían como cangrejos.


[1] El 2º batallón de la Columna Meabe, también conocido como Stalin, se formó en septiembre al desdoblarse el 1º de Meabe, en el que se habían acumulado excesivos efectivos. Su primer comandante fue Expósito, La mayor parte de sus componentes eran vecinos de Bilbao y las margenes izquierda y derecha del Nervión. Después de los combates de Durango en abril y de Sollube en mayo, la muy desgastada unidad fue mandada con su Brigada a reponerse en un frente pasivo, en Barambio, donde pasó la primera decena de junio. El Stalin quedaría como único batallón de la 9ª Brigada, tras la marcha de los otros dos a combatir en Bilbao durante la batalla final del Cinturón. A partir de mediados de junio la unidad inició la retirada hacia el occidente vizcaíno ante el inexorable avance adversario al Norte de su sector. Ya en Santander, al reorganizarse sus efectivos el 16 de julio, contaba con 573 hombres. Tres días más tarde el batallón, que oficialmente se denominaba I de la 9ª Brigada (luego renumerada como 162ª), aparecía con 594 hombres bajo el mando de Félix Gallarreta. Como aconteció con la mayoría de los batallones de Euzkadi, la unidad desapareció a causa de la ofensiva franquista sobre Santande.  Algunos entre ellos Félix Gallarreta, consiguieron escapar a Asturias donde fue capturado, siendo fusilado en Gijón el 10 de enero de 1938.

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