Continuamos con la publicación del documento de las Memorias de un Miliciano que inciamos con NACE UN REPUBLICANO. Memorias del miliciano Isidoro Andreu (I). En él se recogen las vivencias del bilbaíno Isidoro Andreu, desde su incorporación al frente de Álava hasta la retirada por Cantabria y su caída prisionero en la plaza de toros de Santander.
Aquél mes de Diciembre del 36 fue frío y lluvioso y la vida en Bilbao no resultaba precisamente agradable. Las noticias de la guerra no eran alentadoras y estaba ya claro que ésta iba a ser dura y larga. Escaseaban los víveres –el racionamiento oficial era mínimo- por lo que constantemente se formaban colas en cualquier tipo de establecimiento donde se vendiese algo, lo que fuera, con tal que pudiera comerse o beberse. Por ejemplo, en las farmacias de Bilbao se agotó el “Ceregumil”, que era una especie de medicina vitamínica dosificada, por cucharadas, pero que el ingenio de nuestras amas de casa utilizó enseguida para hacer una sopa de chuparse los dedos, de rica que nos sabía.
Caminabas por la calle y alguien te comunicaba en voz baja que en el bar “Rimbombín”, en Hurtado de Amézaga, estaban vendiendo chicharros en escabeche y allá te ibas con la fuente mayor que había en tu casa, aunque te encontrases con una larga cola y con que al llegarte el turno, te ponían en la fuente, no un hermoso e imaginado chicharro adulto, sino un par de chicharrillos esmirriados que llevabas a tu madre ufano y contento.
También se formaban colas para comprar cacahuetes y hasta algarrobas, que en lugar de comérselas las mulas, iban a parar hasta nuestras mesas donde sustituían al postre. Otra cosa rarísima que ingeríamos era el famoso “casivino” que seguía teniendo una gran aceptación y sobre cuya materia prima no se sabía demasiado, ni había gran empeño en averiguarlo por parte de los consumidores, pues era evidente que no daba cólico. Con eso nos bastaba para mantener la ilusión de que tomábamos vino en las comidas.
Se creó entre todos los bilbaínos, sin distinción de sexo ni edades, una verdadera monomanía de comprar todo lo que fuera comestible o bebestible, sin reparar en pequeñeces como el sabor o su posible valor nutritivo. Nos bastaba con que fuese ingerible sin ser venenoso. Era curioso entrar en un cine y observar cómo los espectadores, mas que viendo la película, estaban atareados en pelar castañas, cacahuetes, pipas… cuyo crepitar inconfundible te impedía oír lo que se decían el “chico” y la “chica”. A nadie le importaban los diálogos mientras quedase un solo cacahuete en el bolsillo. Creo que aquellos tiempos fueron los que lanzaron a los españoles a los brazos de lo que después se conocería con el sobrenombre de “sociedad de consumo”.
Yo estaba otra vez trabajando detrás del mostrador, pero ya no abominaba de ello. Cuando llegaba la hora de la salida sabía que tenía en mi casa un plato de comida caliente, una cama con sábanas limpias y cálidas, donde podía cerrar los ojos y dormir ocho horas seguidas sin el suplicio de que alguien te cortase el sueño para mandarte de guardia al parapeto y sin el pavor de pensar que ese alguien podía ser también un enemigo que te cortaba, no el sueño, sino el pescuezo.
Ahora, después de las experiencias soportadas, toda la vulgaridad de mi vida diaria me parecía un don del cielo y la disfrutaba con intensidad plena, dándome cuenta clara de no haber sabido apreciar antes la porción de felicidad individual que me había correspondido en este mundo terrible en el que me había tocado vivir. Algunas veces, al pensar en los compañeros del Batallón que habían quedado atrapados en el Gorbea, me preocupaba el hecho de que todo el sufrimiento, todas las penalidades que estaban soportando en aquel momento, eran totalmente ignoradas y, por lo tanto, no existían para los que estaban en la retaguardia. Me llenaba de amargura el hecho de que toda la sangre derramada por mis camaradas, todos los muertos que ahora se estaban pudriendo bajo las laderas de Murua, no tuviesen el menor eco ni referencia en la prensa de Bilbao. Contrastaba esto con el alarde informativo que, esa misma prensa, dedicaba por aquellos días a los heroicos defensores de Madrid y comprendí cómo se manipulaba la información sobre la guerra en aras de los intereses del Estado Mayor. Los muertos en el Gorbea y en Villarreal había que olvidarlos, pues eran cadáveres de una operación fracasada. Para levantar la moral de la retaguardia procedía apagar los focos del frente vasco y encender a tope los de la Casa de Campo y el Puente de los Franceses, donde los muertos eran más rentables, periodísticamente hablando, puesto que aquella batalla se estaba ganando. Sólo los familiares de los caídos en el frente de Madrid y en el de Vitoria llorarían a sus muertos con las mismas lágrimas.
Por aquellos días, en una de las alarmas antiaéreas en las que sirenas sembraban el pánico entre la población bilbaína, ocurrió un caso que, una vez pasado el susto, nos dio motivo de cachondeo durante muchos días.
En nuestra sucursal de San Francisco la plantilla la formaban cuatro dependientas: Nicasi, Puri, Elena y Josefina, además del encargado de la tienda, que era un sobrino del dueño llamado Rogelio, que estaba de miliciano y ausente por lo tanto de la tienda en el momento en que empezaron sonar las sirenas. Inmediatamente, entre las chicas se produjo la estampida y salieron como liebres hacia el puente de Cantalojas, debajo del cual estaban los accesos al túnel del ferrocarril, acondicionado como refugio antiaéreo para los vecinos de aquella zona.
Cuando se reunieron en el túnel, entre risas y llantos histéricos, se dieron cuenta de que allí faltaba Nicasi. La que había cerrado la puerta con llave, antes de echar a correr, había sido Puri y ésta ahora, en su estado de nervios, no podía recordar en absoluto si cuando cerró la puerta de la tienda había salido Nicasi o si la había dejado dentro. Cuando la discusión y los reproches empezaban a subir de tono y la cosa se ponía fea entre ellas se acabó la faceta dramática del asunto al aparecer de pronto, por la boca del túnel, la buena de Nicasi ¡vestida de miliciana!.
Pasado el jolgorio de los primeros momentos, comenzaron las explicacione sobre el “modelito” que traía puesto y que, según contaban las testigos, la sentaba de maravilla.
Cuando sonó la alarma, Nicasi estaba en la trastienda probándose ante un espejo un buzo recién lavado y planchado por Rogelio, quien había llegado aquellos días de permiso del frente. Intentó quitárselo deprisa y corriendo, pero con los zapatos de tacón y los nervios alborotados, no le resultaba nada fácil la maniobra, así que pidió a gritos ayuda a sus compañeras. Al no recibir contestación salió a la tienda y allí comprobó aterrorizada, que la habían dejado encerrada. Su reacción fue fulminante, impensada y propia de la circunstancias. Agarró una silla de la tienda y de un solo silletazo hizo añicos el cristal de la puerta y salió despavorida por todo San Francisco, con su buzo de miliciano y sus tacones altos. Si a esto añadimos que Nicasi era una chica muy guapa de cara y tenía una delantera de primera división, aquella miliciana, lanzada a la carrera hacia su meta, o sea hacia inolvidable par los que lo contemplaron.
Aquel sainete representado por mis compañeras de San Francisco, tuvo para mi unas consecuencias muy agradables. El dueño del El Palacio de las Medias, don Manuel Grijalva, llegó a la conclusión de que en aquella sucursal hacía falta un hombre a quien responsabilizar del cierre y apertura de la tienda y me encargó a mí de ello.

Para mí esta solución fue motivo de alegría, pues el puesto era un verdadero “chollo”. Allí estuve varios meses viviendo un sueño hecho realidad, pues me permitía estar ocho horas al día, cuarenta y ocho horas a la semana, disfrutando de la presencia de Eleni, contemplando de cerca sus ojazos, admirando sus preciosos bucles y sobre todo, escuchando el juvenil cascabeleo de sus fáciles risas que me permitían mirar y ver, como hipnotizado, la dentadura más maravillosa que yo había contemplado en mi vida.
Supongo que, después de lo escrito en el último párrafo está de más decir que yo estaba enamorado de Eleni como un burro y que aquella situación me permitía además la ilusión suplementaria de acompañarla de vez en cuando a su casa. Claro que todo lo que yo sentía hacia ella era totalmente platónico pues por entonces, ni me pasaba por la imaginación la idea de pedirla que compartiese mi romance.
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