Durante las décadas de 1960 y 1970 del pasado siglo, Latinoamérica sufrió de forma sistemática un proceso de reacción ultraconservadora que utilizó el golpe de estado como expresión máxima de su estrategia. La toma del poder por la fuerza y, en consecuencia, el secuestro violento de los propios gobiernos en los que descansaba aquel poder político, se convirtió en una práctica común y reincidente para frenar cualquier atisbo de cambio que pudiese suponer un acercamiento hacia posturas progresistas, de justicia social o de mayor reparto de la riqueza. En aquel contexto de paulatina militarización, los golpes de estado constituyeron el fundamento de un nuevo escenario político que, con el tiempo, desmanteló la posibilidad del horizonte de progreso e independencia que, desde principios del siglo XIX, había marcado la herencia de Bolivar y del resto de libertadores, precursores todos ellos de un antiimperialismo primigenio. A partir de mediados de la década de 1950, mientras se consolidaba la Guerra Fría, la historia en América Latina fue progresivamente tiñéndose de sangre, al tiempo que las diversas naciones del continente perdían el protagonismo de las decisiones políticas y económicas para regalárselo a algunas de las estructuras supranacionales más representativas del capitalismo mundial.
Estos procesos de suplantación de los gobiernos por cupulas militares y oligárquicas, sostenidas armamentística y económicamente desde el exterior —exterior norte, podríamos decir…—, además de producir un agotamiento considerable de las sociedades civiles en los diferentes países, también ejercieron de importantes diques de contención contra la creación de tejidos sociales nacionales y en favor del mantenimiento de arcaicas estructuras de clase que, ya bien entrada la década de los 90, se convirtieron en indispensables aliadas para la penetración del más sofisticado (y menos cruento) método de perpetuación del poscolonialismo: el neoliberalismo radical. Punto al que se llegó mediante un concienzudo programa pan-continental de articulación de políticas económicas puestas en práctica tras sucesivas fases de militarización, privatización, desregulación, liberalización y descentralización, con el doble objetivo de, por una parte enriquecer a las élites colaboracionistas para asegurar su fidelización, pero también para poder aplicar unos grilletes virtuales con los que empobrecer a las clases populares e impedirlas salir del umbral de miseria económica, política y cultural al que las habían abocado, con el único objetivo de frenar cualquier intento emancipador de los oprimidos.
Desde 1954 hasta 1992 (en 1954 Paraguay y Guatemala, Haití en el 59, Brasil 64, Bolivia 71, Uruguay 72, Chile en 1973, Argentina 76, El Salvador 80, Panamá 89 y, finalmente Perú 92) una buena parte de Latinoamérica fue tristemente protagonista de diferentes pronunciamientos militares, todos cruentos, en mayor o menor medida, tras los cuales se atisbaba indefectiblemente la larga mano de la C.I.A., aunque pretendiese disfrazarse de amables asesores culturales, eficientes compañías energéticas o, incluso, bondadosas multinacionales dedicadas a la explotación agrícola o minera.
Todos aquellos golpes militares se quitaron sin pudor las caretas y comenzaron a maniobrar de forma mucho más explícita desde que en 1964 se pronunciaron los militares brasileños. Acto seguido, se fueron replicando en otros países durante los años siguientes, extendiéndose hasta mediados de los 70, y marcando un periodo de severas reformas económicas ultraconservadoras, al tiempo que desplegaban salvajes políticas represivas sobre amplios sectores de la sociedad civil. Desde aquel golpe en Brasil de Castelo Branco o el que protagonizó el general Onganía en la Argentina de 1966, empezó a diseñarse—bajo la folclórica denominación de «El plan Cóndor»— un nuevo tipo de violencia político-militar que tenía como objeto estratégico, tanto el control del Estado en si, como el acostumbrar a la sociedad civil a un tipo de dominación hasta entonces inédito, que tejiendo una estrategia de desestabilización calculada al milímetro, pretendía —y así lo consiguió durante años— justificar la intervención militar como mal menor necesario para poder encauzar la deriva “terrorista” de una izquierda latinoamericana que, exceptuando la experiencia “foquista” del Ché Guevara y de algunas organizaciones armadas colombianas, argentinas o uruguayas, siempre se había movido dentro de los límites del tablero político parlamentario.
Solo cuando llegó el desmantelamiento de la antigua U.R.S.S., la caída del muro de Berlín y la desaparición de la política de bloques —es decir, el final de la Guerra Fría— pareció que aquella tradición latinoamericana, tan arraigada durante más de dos décadas, de sacar al ejercito a la calle para sofocar de manera brutal cualquier posible ansia de libertad, se tenía que acabar. Sin embargo, aquello no supuso en ningún caso que a partir de entonces se comenzase a respetar el juego democrático. Simplemente se dejó de echar mano del ejército para sacar las castañas del fuego y se optó por ir sustituyéndolo de forma sutil por otras fuerzas, tanto o más reaccionarias que los cuarteles, pero más fáciles de disfrazar que el olor acre de la pólvora o el ruido estruendoso de los carros de combate. Y así fue como jueces corruptos, nuevos cultos religiosos retrógrados, economías secuestradas, supraestructuras organizativas a sueldo de los poderosos y, sobre todo, medios de comunicación vendidos tomaron el relevo de los generales para intentar destruir judicial, política y mediáticamente cualquier oposición, ya fuese con condenas logradas con falsas acusaciones, ya fuese a base de estudiadas campañas de calumnias hacia líderes del pueblo, mediante bloqueos económicos o, simplemente, con la amenaza de un infierno de llamas y tormentos que atemorizasen a aquellos millones de ingenuos campesinos y lumpen proletarios, prácticamente analfabetos.
A lo largo de los últimos años del siglo XX y de las 2 primeras décadas del XXI el “lawfare”, los “corralitos”, los embargos y las difamaciones han ido sustituyendo a las pistolas hasta que, muy recientemente, el engaño ya no han dado más de sí. Los pueblos de Latinoamérica, aunque debilitados tras años de dictaduras y, en muchos casos, huérfanos de cualquier liderazgo político, han empezado a cuestionar la “neo-historia”, la “neo-lengua” y toda la montaña de patrañas en las que el ultraliberalismo ha apuntalado su vertiginosa carrera hacia ninguna parte. La tan prometida libertad —supuestamente amenazada por el «totalitarismo marxista-bolivariano»— ha sido finalmente desenmascarada por amplios sectores de la población que, hartos ya de tanto cuento chino, han vuelto a votar opciones de izquierda una vez que han sufrido en sus carnes el auténtico significado de la libertad que les vendieron: La libertad de elegir —y no siempre— en que esquina morirse, una vez que les habían negado el acceso a la sanidad, la educación, la cultura, el trabajo y, en resumen, el derecho a un futuro más digno.
Pero no ha sido hasta entrada esta misma década cuando se ha podido comprobar sin ambages cual es la idea de democrácia que practican y difunden esos salva patrias que se llenan la boca hablando de Dios, la libertad, la familia y el orden. Una democrácia que deja de serlo en cuanto pierden las elecciones y ven peligrar sus privilegios, o cuando temen que se les exijan responsabilidades penales por sus desmanes y corruptelas. Cuando eso ocurre, vuelve el ruido de sables; vuelven las asonadas, los tumultos y los desmanes como así lo ha demostrado Donald Trump, que fue el primero en poner de moda el no respetar el resultado de las urnas si este le era adverso, azuzando a sus acólitos desde la piscina de su casa de Florida para que asaltasen las instituciones democráticas norteamericanas. Después fue el turno de Jair Bolsonaro que, imitando con más miedo que vergüenza a su mentor yanqui, se ha negado a facilitar una transición pacífica a Ignacio Lula Da Silva, ganador de las elecciones, a pesar de haber estado aquellas trufadas de atentados, amenazas y tiroteos protagonizados por las hordas nacional-populistas. Un Bolsonaro que tampoco ha tenido reparo en lanzar la piedra y ocultar la mano, al tiempo que insinuaba a sus seguidores, en el más puro estilo “trumpista”, que aquellas elecciones se las habían robado y que Lula no tenía legitimidad para gobernar. Y ahora mismo, mientas lees estas líneas, hay ya una cincuentena de muertos en Perú, precisamente por motivos muy parecidos. En este caso se trata de Dina Boluarte, una traidora que responde a no se sabe que intereses espurios, la que se ha revuelto contra aquel que le abrió el camino para llegar a donde está, y que ha sido cómplice de la construcción de un burdo montaje para inculpar al expresidente legítimo, Pedro Castillo, en un intento de presunto autogolpe que no tiene ningún tipo de explicación coherente.
En definitiva, en menos de un lustro, América del Sur ha pasado de ser una zona en la que los gobiernos progresistas estaban en franca minoría, a ir girando poco a poco las tornas hasta solo existir dos gobiernos de derechas (Uruguay y Ecuador. El caso de Perú es casi indefinible) en toda la región. Sin embargo, dista mucho de que esa parte del continente americano pueda tener la certeza de que la mayoría democrática que se ha conseguido crear después de tantos años de penalidades y de lucha pueda estabilizarse y asegurar unos próximos años de progreso y de políticas sociales. A día de hoy, parece que toda América se ha convertido en el laboratorio donde se están experimentando con más vehemencia las políticas de ofensiva y contraofensiva que puedan reemplazar el largo periodo que ocupó el proceso de auge y desmoronamiento del ultraliberalismo. Pero no va a ser una empresa fácil y muy posiblemente no estemos más que en el inicio de una complicadísima fase que estará marcada por la ingente empresa de buscar un recambio efectivo y duradero para sustituir a este capitalismo tardío y decadente que cada vez se nos muestra más agónico y desnortado. En América van a intentar mirarse Tirios y Troyanos y, dependiendo de como puedan ir allí las cosas, otras regiones, como la propia Europa, por ejemplo, van a tener que adaptar sus objetivos y sus ritmos a como se sucedan las victorias o las derrotas al otro lado del Atlántico. Van a ser tiempos de ojos bien abiertos y de mucho análisis y reflexión, porque puede que sea en tierras americanas donde se decida la ancestral batalla entre la involución y el progreso. Por si acaso, tomemos nota de lo que allí estamos viendo y no pequemos, una vez más, de ingenuos. Simplemente seamos pragmáticos y desconfiemos de todos aquellos que pretenden aprovecharse de la democrácia para intentar imponer la intolerancia y la barbarie como única forma de perpetuarse.
LA DEMOCRÁCIA
Tú no tienes la culpa de que la plata a nadie le alcanza
Tú no tienes la culpa de la violencia y de la matanza
Así el mundo nos recibió
Con muchas balas, poca esperanza
Quiero que todo sea mejor
Que se equilibre esa balanza.
Tú no tienes la culpa de que a los pobres los lleven presos
Tú no tienes la culpa que quemen bosques por el progreso
Y los de arriba sacan ventaja
Y la justicia que sube y baja
Nos tienen siempre la soga al cuello
La vida al filo de una navaja.
Que alguien me explique lo que pasó
(Por la democracia, la democracia)
Me confundí o alguien me mintió
(La democrácia, la democrácia)
¿Pa’ dónde fue? ¿Quién se la robó?
(La democrácia, la democrácia)
Vamos a tomarnos unos vinitos
(La democrácia, la democrácia).
Ahí tení
Pa’ que te engañen…
Tú no tienes la culpa de que persigan a los migrantes
Tú no tienes la culpa de la masacre a los estudiantes
De las promesas y las banderas
Los caballeros se llenan la panza
Aquí te van unas melodías
Y algunas rimas pa’ la venganza.
Que alguien me explique lo que pasó
(Por la democrácia, la democrácia)
Me confundí o alguien me mintió
(La democrácia, la democrácia)
¿Pa dónde fue? ¿Quién se la robó?
(La democrácia, la democrácia)
Vamos a tomarnos unos vinitos
(La democrácia, la democrácia.
Hagan un trencito
Hagan un trencito
De este lado y del otro
Bailando la cumbia se ven más bonitos.
Hagan un trencito
Hagan un trencito
De este lado y del otro
Bailando la cumbia se ven más bonitos.
Que alguien me explique lo que pasó
(Por la democrácia, la democrácia)
Me confundí o alguien me mintió
(La democrácia, la democrácia)
¿Pa dónde fue? ¿Quién se la robó?
(La democrácia, la democrácia).
Vamos a tomarnos unos vinitos
(La democrácia, la democrácia)
(La democrácia, la democrácia)
(La democrácia, la democrácia)…
Letra y música: Mon Laferte. 2021
