¿TIENE UN MILICIANO DERECHO A COGER UNA PULMONÍA? Memorias del miliciano Isidoro Andreu XII

Continuamos con la publicación del documento de las Memorias de un Miliciano que inciamos con NACE UN REPUBLICANO. Memorias del miliciano Isidoro Andreu (I).  En él se recogen las vivencias del bilbaíno Isidoro Andreu, desde su incorporación al frente de Álava hasta la retirada por Cantabria y su caída prisionero en la plaza de toros de Santander.

Al fin, el agotamiento físico impuso su ley y me quedé dormido. No sé cuanto tiempo dormí, aunque a mí me pareció muy poco, cuando sentí que me zarandeaban para despertarme. Nos pusimos nuestros empapados chaquetones y las cartucheras y salimos de la casa en dirección a nuestra posición. Estaba oscureciendo, la lluvia seguía cayendo inclemente y un aire frío nos corto el aliento en cuanto cruzamos el umbral; se oían disparos lejanos, pero nuestro sector estaba en calma y no había señales de contraataque, aunque en el lejano frente de Villarreal seguía tronando el cañón aunque de forma muy espaciada.

A los pocos minutos llegamos a la loma y fuimos relevando a los camaradas que en ella estaban. En nuestra ausencia habían cavado pozos de tirador, distanciados pocos metros entre sí. El teniente nos dio instrucciones para aquella noche: teníamos que rellenar de tierra cada uno de nosotros los seis sacos que llevábamos, usando la bayoneta para escarbar la tierra. Una vez llenos, teníamos que formar con ellos una pequeña trinchera delante de cada pozo, dejando una tronera para sacar el cañón del fusil. Como estaba ya anocheciendo no había peligro de contraataque inminente, pero durante la noche había que estar muy atento ante la posibilidad de que el enemigo intentase algún golpe de mano para conseguir prisioneros que les proporcionase información. No había que conversar de pozo a pozo ni mucho menos encender cigarrillos que les permitiese saber nuestra posición, porque la oscuridad de la noche podía ser nuestro principal enemigo, pero si sabíamos servirnos de ella también sería nuestra principal aliada. Por eso había que conservar la serenidad y no hacer disparos alocados que delatasen la posición de nuestros pozos. Para terminar de espantarnos el sueño nos dijo que se conocía la llegada de moros a Vitoria y que estos eran especialistas en el degüello de centinelas.

Pusimos todos manos a la obra y como la tierra estaba convertida en barrizal nos fue fácil rellenar los sacos y construir parapetos individuales. Aquel trabajo nos sirvió también para desentumecernos, pues el frió de la llanada alavesa no era cosa de broma, máxime con las horas que llevábamos sin tomar una comida caliente. Cuando cerró la noche ya habíamos acabado y yo suspiré con alivio al observar que la oscuridad no me impedía ver a los camaradas que tenía a la derecha y a la izquierda.

Terminada ya mi protección contra las balas había que buscar protección contra la lluvia, que aunque no pasaba de ser un tozudo “sirimiri” era bastante para calarnos hasta los huesos. Enseguida busqué la solución. Coloqué la manta, doblada en dos, como techo, sujetando su parte delantera sobre el parapeto con barro abundante y fijé su parte trasera con una ramas clavadas en el suelo. Cuando terminé, tenía para mi uso y disfrute una pequeña tejavana a la que solo le faltaba la lumbre para parecer la chavola de un trotamundos.

Una vez instalado, me senté sobre la piedra que el compañero que cavó el pozo había colocado como asiento y me puse a observar mi situación. A derecha e izquierda, como ya he dicho antes, veía o mas bien adivinaba  las siluetas de los dos centinelas que me flanqueaban; a mi espalda, a lo lejos, divisaba las escasas luces de Murua; al frente y a través de la tronera, en engañosa proximidad las casas de Vitoria, donde debiéramos ahora estar durmiendo nosotros si se hubiese tomado Villarreal, como estaba previsto. A la izquierda y en la lejanía, en el sector de este pueblo, se veían fogonazos esporádicos que denotaban la tensa vigilancia de sus defensores. Por delante, enfrente de mi fusil, no veía absolutamente nada a diez metros de distancia. Y  fue entonces cuando me di cuenta de que sobre mis narices no tenía las gafas.

Tenía gracia la cosa. Llevaba veinticuatro horas inmerso en un combate en el que  era vital ver lo mas lejos posible y la lucha por la supervivencia había sido tan intensa que un miope como yo había olvidado que lo era, apenas entramos en fuego. Ahora no podía recordar siquiera si las tenía puestas cuando nos lanzamos ladera abajo. Si fue así, seguro que las perdí durante los metros que rodé en mi caída y si estaban en el bolsillo de pecho del chaquetón podían haberse perdido cien veces. Recordé que antes de dormir, en la casa de Murua, lo había colgado en una cuerda en la cocina y probablemente allí se cayeron. Pero la realidad era que nos las tenía y ahora yo sabía que no las tenía. Instantáneamente  mi miedo a no ver a los que si podían verme a mí  me quitó el sueño durante aquella noche eterna.

Fue aquella la mas larga de mi vida y el hecho de no tener reloj, hacía la espera del relevo mas desesperante todavía.

Llegó el momento en que la postura dentro de aquel pozo se me hizo insoportable. Tenía las manos y los pies helados y el frío se fue introduciendo en mis huesos a través del chaquetón, completamente calado de agua y que ya había calado mi ropa interior. Empecé a dar patadas sobre el suelo para calentarme los pies, pero en el silencio de la noche resonaban como el tam-tam de un tambor africano y enseguida me llegaron susurros de aviso de mis camaradas cercanos, para que dejase de patalear. Me acordé de la orden de silencio absoluto y pensé si Nogueira estaría ahora en la misma postura que nosotros o roncando placidamente en algún pajar cercano. En cualquier caso estaba claro que su cumplimiento podía ocasionar aquella noche mas de una pulmonía. Ahora bien, la pregunta es

 ¿ Tiene un miliciano derecho a coger una pulmonía?

Durante aquellas horribles horas tuve tiempo suficiente para ir atando cabos y llegar a la conclusión que me había metido voluntariamente en una misión imposible. Porque imposible me parecía ya que un ejército organizado, con mandos profesionales, con su intendencia, sus sanitarios y sus reservas tácticas en pleno funcionamiento pudiera ser vencido por unos improvisados batallones cuyos mandos eran totalmente incompetentes. Era evidente que nuestro alto mando, si lo había, no había previsto las consecuencias de no poder tomar Villarreal y de que en ese caso, varios miles de seres humanos se iban a encontrar en las estribaciones del Gorbea bajo las inclemencias de la estación de las lluvias, sin hospitales de campaña, sin sanitarios de primera línea, sin cocinas que diesen comida caliente a los camaradas exhaustos tras la larga marcha y el combate. Yo no podía comprender como los mismos hombres que lo habían soportado teníamos ahora que estar de guardia, quemando inútilmente las pocas energías que nos quedaban. Era elemental que por cada batallón que intervino en la rotura del frente rebelde tenía que haber otro de reserva que consolidase las posiciones tomadas, mientras reponían fuerzas los primeros. Sin embargo, allí estábamos nosotros, los que habíamos actuado de punta de lanza del ataque, pasando en un parapeto improvisado nuestra segunda noche sin dormir, alimentados con sardinas y chocolate y con la amenaza de tener que rechazar en cuanto amaneciera un posible contraataque enemigo.

          ¿Es que nuestro alto mando creía que nosotros éramos robots invulnerables al cansancio, al sueño, al hambre y al desanimo?

 Yo estaba seguro de que los soldados que ahora nos estaban paqueando intermitentemente, para provocar nuestra respuesta, no eran los mismos que habían corrido ante nosotros el día anterior. Seguro que esos estaban en Vitoria durmiendo tranquilamente, relevados por sus reservas que, moros o requetés serían hombres en plenitud de facultades.

De estos pensamientos, me sacaban de vez en cuando extraños sonidos producidos por la propia Naturaleza en que estaba inmerso. El crujido de una rama tronchada por el viento, el salto de un sapo entre las tinieblas, el susurro fugaz de la maleza que me rodeaba eran suficientes para ponerme en pie de un salto, con el dedo en el gatillo del fusil y el corazón retumbándome en el pecho. En esos casos, mis ojos escrutaban la oscuridad con tal intensidad que me dolían, creyendo vislumbrar, con angustia, el cuchillo reluciente de un moro donde no había mas que el brillo de un canto mojado por la lluvia.

Llegó un momento en que el miedo que me atenazaba fue tan intenso que me hizo olvidar por completo mi cansancio, mi sueño y mi hambre y llegué a no notar en absoluto el frío que mordía mis carnes. Todos mis sentidos estaban trabajando al unísono en una sola misión : ver, oír y hasta oler la presencia de un posible peligro para mi vida.

Nunca olvidaré aquella noche, ni la intensidad con que la viví, hasta el momento exultante en que después de aquel interminable calvario, llegó nuestro relevo.

Cuando dejamos los pozos aún no había amanecido y nos dirigimos como sonámbulos hacía nuestra casa de Murua. Cuando llegamos, teníamos ya preparado un caldero de leche hirviente que, mezclada con una generosa ración de “ Salta parapetos” nos hizo resucitar a todos. Estábamos tan agotados que nadie tuvo ánimos para preguntar por que las cuatro horas de guardia doble, se habían convertido en aquella eterna noche de pesadilla.

Dormimos hasta el mediodía y fuimos despertados por unas fuertes voces que procedían del piso bajo. Cuando descendimos nos encontramos de lleno con un espectáculo alucinante.

El brigada herido el día anterior, con un fémur destrozado por la bomba dentro de la iglesia, estaba sobre una manta de cuyas cuatro puntas tiraban cuatro milicianos tratando de sacarlo de la casa. Enseguida nos enteramos de que, así como los soldados capturados con el habían pedido integrarse en el ejercito republicano y habían sido trasladados a Bilbao, el se había negado rotundamente a dar ninguna clase de información a nuestro mando. Era el clásico suboficial “chusquero” militarista hasta el tuétano, adicto a la rebelión y dispuesto a morir antes que colaborar con los “rojos”. En vista de ello y como reo de rebelión militar nuestro mando había ordenado su fusilamiento inmediato. Para cumplir esta orden, Nogueira mandó sacarlo fuera de la casa y esto era lo que los milicianos estaban tratando de hacer. Pero la orden no era tan fácil de cumplir, porque al mover la manta para sacarlos fuera daba unos gritos aterradores, no de miedo, sino del dolor que le producía su horrible herida, por la que asomaba el hueso destrozado. Nogueira comprendió, por la expresión de sus rostros, que los cuatro milicianos estaban a punto de desobedecerle y corto la atroz escena con una pregunta terrible:

¿ A ver rapaces, quien se ofrece voluntario para que este hombre deje de sufrir?

Durante unos segundos un silencio absoluto nos envolvió a todos, hasta cortarnos la respiración. De pronto, un hombre dio un paso adelante y a pesar de lo convulso de su semblante, reconocí al cabo Ortiz, un chico dependiente de un comercio de Portugalete. El teniente sacó de su funda una pistola del nueve largo y se la puso en la mano; libido, pero decidido a terminar cuanto antes, Ortiz la montó, se acercó al brigada que cerro los ojos y disparó, casi a quemarropa, sobre su corazón. El brigada quedó inmóvil y todos nos sentimos aliviados, pero a los pocos segundos asomó a sus labios un hilo de sangre y a continuación brotó de su boca un horripilante estertor que me puso los nervios de punta. Ortiz no había acertado con el corazón y la bala le había atravesado un pulmón. Nogueira perdió la serenidad y con voz bronca le gritó

          ¡Remátale, cojones remátale!

 Ortiz se acercó y con los nervios desechos le disparó de nuevo. Otra vez falló y el nuevo balazo hizo que el estertor fuera más rápido y sibilante. El cabo, entonces, ya totalmente fuera de sí, descargó sobre el cuerpo el resto de balas que quedaban en su pistola. Cuando cesaron los estampidos había terminado también su agonía y el silencio total de la habitación resultó tan espeluznante como el ronquido anterior de sus pulmones agujereados.

Cuando sacaron el cadáver del brigada para enterrarlo, yo tenía ya la moral en los pies y el pavor había invadido mi ánimo ante la brutalidad de lo presenciado. Ahora me daba cuenta que la exaltación y la ilusión que me habían llevado a aquel infierno con alegría irresponsable, era un espejismo. En poco tiempo estaba descubriendo la verdadera cara de la guerra, despojada de toda su faramalla y charlatanería falsamente gloriosa. Ahora se estaba viendo, tal como era realmente, con toda su barbarie, su brutalidad inhumana, su salvajismo y su horror. Aquella imagen no tenía nada en común con el idealismo, casi rosa, de la guerra revolucionaria por mi imaginada.

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