Continuamos con la publicación del documento de las Memorias de un Miliciano que inciamos con NACE UN REPUBLICANO. Memorias del miliciano Isidoro Andreu (I). En él se recogen las vivencias del bilbaíno Isidoro Andreu, desde su incorporación al frente de Álava hasta la retirada por Cantabria y su caída prisionero en la plaza de toros de Santander.
Al regresar a Bilbao nuestra Compañía tenía una baja, la del infortunado José, y un alta de última hora, la de Juanchu, el hijo pequeño de nuestros caseros, quien previo permiso de sus padres se alistó voluntario en el último momento y subió en nuestro camión entre la algazara y la simpatía de todos.
Entramos en el “bocho” al anochecer entonando cánticos revolucionarios y lanzando piropos a las chicas que contemplaban desde las aceras el paso de los camiones. Nuestro destino fue, como no, la Universidad Comercial de Deusto y una vez dentro de su patio central esperamos impacientes la voz de rompan filas para salir como centellas hacia nuestras casas. Pasamos varios minutos en formación sin que apareciese ningún mando a dar la orden que tan ansiosamente esperábamos; empezaban a surgir protestas e imprecaciones aisladas, cuando en la balconada interior apareció un militar con las insignias de Teniente Coronel quien en una breve arenga, nos comunicó que no habíamos sido traídos a Bilbao a disfrutar ningún permiso. Veníamos a equiparnos y armarnos con material moderno recién recibido, que nos iba a permitir pasar a la ofensiva en cualquier momento. Por lo tanto, nada de permisos y a descansar todo el mundo, pues nos esperaban días decisivos para la salvación de la República.
Aquellas palabras del Teniente Coronel rezumaban sentido común si hubieran estado dirigidas a un Batallón del Ejército regular, pero eran intragables para un batallón de milicianos voluntarios, sin la menor idea de lo que significaba la palabra “disciplina”.
Cuando terminó de hablar estalló el tumulto. Se deshizo la formación y el patio se convirtió en una casa de locos donde novecientos hombres armados vociferaban, insultaban y amenazaban a sus jefes, en un frenesí rabioso que hubiera hecho la delicia del General Mola de haberlo presenciado. Aquello era un verdadero motín y llego un momento en que nuestros mandos se dieron cuenta de que solo tenía dos salidas: ó terminar aquello con un baño de sangre ó conceder permiso al batallón para aquella noche. Naturalmente optaron por lo segundo, con el compromiso por parte de todos de estar en la Uni a las 9 de la mañana siguiente. Así fue como pasé mi primera licencia en casa y la verdad es que no disfruté demasiado de las delicias de dormir ¡en mi cama!, pues al recordar, ahora en frío, como había sido conseguida, algo turbaba mi ánimo y me impedía conciliar el sueño.
Al día siguiente me presenté de nuevo en la Uni con mí fusil, mi macuto y mi manta. Todo mi equipo junto era mas liviano que el peso que llevaba en mi alma al despedirme de mi familia, pues esta vez sabía intuir con desasosiego que estaba en el umbral de días terribles, duros y crueles y lo que más me asustaba era el miedo de no tener la fortaleza de ánimo suficiente para afrontarlo.
El Batallón formó por compañías en el patio y al pasar lista todos comprendimos la razón de nuestros mandos cuando la tarde anterior nos negaban el permiso. Sólo en nuestra Compañía, siete milicianos llenos de ardor bélico tres meses antes, habían preferido el calor y la seguridad de sus cocinas al barro y la zozobra de las trincheras. En el resto de las Compañías el porcentaje de abandonos había sido mayor.
Este hecho, que debía haberme preocupado, por el contrario tranquilizó bastante mi ánimo y fortaleció mi moral. Me dije a mi mismo, con satisfacción, que el hecho de estar otra vez junta a mis camaradas de Batallón, sabiendo ya por experiencia que una guerra no era un enfrentamiento fugaz con las porras de la policía, me demostraba que cualquiera que fuese la suerte que me esperaba frente a los fusiles enemigos, cualquiera que fuese mi reacción ante los horrores que tendría que soportar yo, por lo menos, lo había intentado.
Por aquellos días se habían recibido armas y equipos miliares y en pocas horas nuestro batallón de desarrapados milicianos quedó convertido en una moderna unidad del ejército canadiense; por lo menos en su indumentaria pues, desgraciadamente, aquellos flamantes uniformes enviados desde el Canadá, no incluían el centenar de mandos profesionales que tanto necesitábamos y tanto íbamos a echar en falta cuando comenzó la batalla.
Necesitábamos angustiosamente mandos intermedios que además de ardor revolucionario, tuvieran los conocimientos militares suficientes para sacar partido de los milicianos, al igual que estaba ocurriendo en aquellos momentos en el Puente de los Franceses, en la Ciudad Universitaria y en la Casa De Campo, donde las Brigadas Internacionales estaban siendo un vivero de oficiales aguerridos y que estaban convirtiendo a los milicianos madrileños en un hueso tan duro de roer como para romper los dientes de los fanfarrones franquistas.
Al margen de esta carencia, la verdad es que nos vino muy bien aquel equipo cuando tuvimos que enfrentarnos, pocos días después al frío y al barro del Gorbea. Constaba este uniforme de una gorra de lana convertible en pasamontañas, que se prolongaba por debajo de la mandíbula cubriéndonos el cuello y las orejas, la ropa interior de buen estambre, camisa caqui del mismo género, chaleco de lana negro, pantalones de montar caquis como los que llevaban en las películas la Real Policía Montada del Canadá, complementos con unas vendas de lana del mismo color que se enrollaban en las piernas desde los tobillos hasta debajo de las rodillas y por último unas botas negras claveteadas y tan fuertes que debían de ser de piel de elefante. Eran tan duras que muchos milicianos tuvieron que prescindir de ellas a los pocos días, porque sacaban ampollas en los pies. Yo mismo tuve que sustituirlas por mis confortables mendigoxales, que había tenido el buen sentido de guardar en mi mochila.
Además de todo esto nos dieron un flamante chaquetón de color caqui también, que nos llegaba a medio muslo y que por su calidad y servicio era lo mejor de todo el equipo.
Estoy seguro de que chaquetones como aquellos no los tenían ni los comandantes franquistas.
Una vez equipados, nos sacaron de la Uni y nos llevaron al Casino de Archanda, donde nos alojamos como pudimos, con el duro suelo como cama y el macuto como almohada. Durante varios días estuvimos tomando al asalto la ermita de San Roque y el alto de Santo Domingo, en unas maniobras de endurecimiento físico e instrucción militar en orden abierto, realizadas en los mismos lugares donde pocos meses antes habíamos estado bailando al son del chistu y el tamboril y donde pocos meses después dejarían sus cuerpos, destrozados por la metralla, cientos de nuestros camaradas.
Por la tarde teníamos varias horas libres, que aprovechamos para bajar a Bilbao donde, en una tasca que había en la calle Castaños, casi enfrente de la estación del Funicular, nos reuníamos a tirar de cantimplora bebiendo un líquido de pura fabricación casera, que elaboraba el tasquero y al que llamaba “casi-vino”. Aquel brebaje era de composición desconocida, pero sus efectos eran los mismos que los de un buen rioja, pues terminábamos cantando el boga-boga.
Lo malo de aquellas pequeñas juergas era que, al estar interrumpido el funcionamiento del Funi, teníamos que subir andando por las rampas de su vía. Esta última pechada hacía que no notásemos luego la dureza de nuestras “camas”.
Aquello duró poco y una tarde nuestro flamante batallón cogió la carretera de Santo Domingo y nos plantamos en el Arenal, donde formamos con otros batallones allí concentrados y donde nos enteramos de que, con parte del Ejército Vasco, íbamos a desfilar ante el Lendakari y su Gobierno.
Subimos por la Gran Vía en correcta formación, dimos la vuelta por la Plaza Elíptica y pasamos ante la fachada principal del Hotel Carlton, sede del Gobierno Vasco y en cuya balconada principal estaban presentes todas las máximas jerarquías militares y políticas, presididas por el Lendakari Aguirre.
El desfile resultó muy emocionante para los Bilbaínos que abarrotaban las calles y más emocionante todavía par nosotros, milicianos de Euzkadi, gusanos ayer y convertidos hoy en bélica mariposa unicolor que abría sus recién brotadas galas militares para asombro de miles de bilbaínos que contemplaban, atónitos y entusiasmados, el paso de docenas de batallones formados por miles de trabajadores que marcaban el paso, haciendo resonar el claveteado de sus botas sobres el asfalto. Los vítores se sucedían clamorosos y yo vi lágrimas, unas de emoción y otras de orgullo, en algunas caras de los que nos aplaudían desde las aceras. A mi me costó trabajo contener las mías, pues aquel día, aquello momentos, estaban tan repletos de ilusión de fervor por una causa que considerábamos justa que, cuando pasaron los años y aparecieron las canas en mi cabeza, me hicieron comprender el hecho, aparentemente absurdo, pero eterno, de que basta el redoble de unos tambores y el sonar de unas trompetas para que millones de hombres, a través de los siglos, vayan alegremente a enfrentarse con la muerte.
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