ENTRE BOMBAS Y DISPAROS Memorias del miliciano Isidoro Andreu VI

Continuamos con la publicación del documento de las Memorias de un Miliciano que inciamos con NACE UN REPUBLICANO. Memorias del miliciano Isidoro Andreu (I).  En él se recogen las vivencias del bilbaíno Isidoro Andreu, desde su incorporación al frente de Álava hasta la retirada por Cantabria y su caída prisionero en la plaza de toros de Santander.

Días después de aquella experiencia, nuestra rutina de incipientes soldados de la República fue rota por la llegada a nuestra posición de un oficial instructor, que venía a enseñarnos el manejo de las bombas de piña, que acabábamos de recibir. Este oficial nos llevó a toda la sección al parapeto, abrió una caja de granadas y cogiendo una la quitó la anilla y nos explicó que mientras la mano apretase fuertemente la palanca de la granada, esta no estallaría.

Al lanzarla funcionaría el resorte, la palanca se levantaría automáticamente y a los pocos segundos (lo que tardaba en su trayectoria) se producía la explosión.

Para completar su lección teórica con la práctica cogió una de la caja, hizo todo lo que nos había explicado y la lanzó con fuerza fuera del parapeto. Casi al instante un fuerte estampido hizo añicos el bucólico silencio del monte.

A continuación pidió un voluntario que demostrase que la lección había sido aprendida. Cogió otra bomba de la caja, se la puso en la mano y le dijo que actuase. El voluntario, un chico de Baracaldo que tampoco había hecho la mili, la tomó, le quitó la anilla y al echar el brazo hacia atrás para lanzarla por encima del parapeto se le escapó de la mano y la bomba rodó hacia nuestro grupo, quedándose detenida contra la caja donde había otras treinta más.

Durante un segundo nos quedamos todos alelados, al siguiente segundo estaba todo el pelotón comiendo hierba y al tercer segundo el instructor, en dos zancadas, se abalanzó sobre la bomba, la lanzó fuera del parapeto y la explosión fue inmediata.

La rapidez de reflejos de aquel hombre nos salvó la vida a todos, porque si la bomba estalla junto a la caja, no quedan de nosotros ni los rabos. Así acabó la lección de aquel día y estoy seguro de que a nadie de aquel grupo se le olvidará mientras viva.

Como consecuencia de la llegada de refuerzos, el mando de nuestro sector consideró conveniente establecer un turno semanal de descanso en Lequeitio y un buen día nuestra Compañía fue relevada y embarcada en camiones, en medio de un general regocijo. Nuestra entrada en la villa marinera fue tan espectacular y ruidosa como la irrupción de una banda de comanches en un poblado minero. Estábamos ya saturados de guardias en las trincheras, de románticos pero húmedos amaneceres en el parapeto, hartos de ver tanta teta de vaca y nos hacia felices la posibilidad de ver o avinar otros pezones más atractivos bajo los bañadores de la chavalas en la playa.

En esto no nos quedamos defraudados, porque la colonia veraniega de pequeños burgueses, a quienes había sorprendido la sublevación en plenas vacaciones, no tenía ninguna prisa en regresar a un Bilbao bloqueado. Por lo tanto, ellos y sus retoños femeninos, seguían tostándose sobre la arena de la playa, en espera de que amainase el temporal bélico, que ellos creían de poca duración.

Lo bueno fue que, en contra de lo que temíamos, aquellos “bombones” de raíces tan poco proletarias acogieron nuestra compañía con muy pocos remilgos y enseguida se formaron pequeñas “pandas” y hasta algunos dúos mixtos de milicianos barbudos-pequeñas burguesas, que pasaron juntos pocos pero felices días en aquel oasis de paz y juventud en que se convirtió Lequeitio.

Aparte de las tertulias playeras y los paseos por las laderas cercanas, los momentos más emocionantes y esperados llegaban cuando la campana de la iglesia tocaba alarma aérea, avisando la llegada, casi diaria, de un avión de reconocimiento a quien llamábamos el “chivato”.  Apenas comenzaba el toque de rebato de la campana, milicianos y veraneantas corríamos entre risas y jolgorio a refugiarnos en una cueva enclavada en una ladera y que había sido habilitada como refugio antiaéreo, como otros varios lugares del pueblo. La cueva era relativamente pequeña y poco alumbrada y las cuarenta o cincuenta personas que allí nos apretujábamos pasábamos unos minutos inmersos en una turbadora sensación de miedo y erotismo mutuo, verdaderamente fascinante. Nadie hablaba, solo alguna risita histérica de vez en cuando o alguna protesta temblorosa, salida de labios femeninos, ante el avance en exploración de alguna mano excesivamente osada.

Cuando la campana anunciaba que el “chivato” se había ido, el encanto se rompía e iniciábamos la salida lentamente, silenciosamente, con hondo pesar de que aquellos inolvidables momentos fueran tan cortos, sabiendo en el fondo de nuestros corazones que aquella sensación de temor y sensualidad que nos había poseído, nos compensaba en parte de los malos ratos que nuestro destino nos deparase en el incierto futuro.

Se terminó el descanso, volvimos de nuevo a las trincheras y a la rutina de las horas de guardia en el parapeto, con la mirada clavada en la ladera y en los manzanos que teníamos ante nuestros ojos expectantes, con el dedo en el gatillo del fusil, presto al disparo si algo se moviese ante nosotros.

Pero lo cierto era que habían transcurrido ya varias semanas desde nuestra llegada a lo que llamábamos el frente y aún no habíamos visto un soldado enemigo. Sabíamos que estaban allí, al otro lado del río; oíamos el ruido de sus zapadores cavando trinchera y en el silencio de los atardeceres nos llegaban nítidamente sus insultos y sus terribles amenazas, con un vocabulario totalmente impropio de unos “píos” requetés de escapulario en el pecho y comunión semanal. Pero se desahogaban verbalmente y muy a cubierto porque nadie de nosotros había podido todavía darle gusto al gatillo ante la visión de una boina roja.

Quizás fuese aquella rabia contenida la que cierta noche desató un pandemonium sobre aquellos montes hasta entonces tan tranquilos.

Serían las diez aproximadamente, nuestra Compañía estaba libre de servicio y después de cenar unos cuantos milicianos nos metimos en la cocina del caserío a bebernos unos “cancarros” de vino en compañía de nuestros caseros. Cuando más animada estaba la tertulia nos hizo callar en seco un repentino crepitar de fusilería; los disparos sonaban lejanos, procedentes del sector costero, pero en pocos segundos comenzaron a sonar en nuestro propio sector esta vez acompañados del estampido de las bombas de mano. Alguien de los allí sentados reaccionó y nos sacó de nuestro estupor con el grito de: “¡a las trincheras!”, y salimos disparados hacia nuestras cartucheras y nuestro fusil. Cuando dejamos el caserío vimos a los camaradas de nuestra compañía, alguno de ellos en calzoncillos, que corrían como gamos hacia el parapeto y nos unimos a ellos a la carrera. Llegamos a la trinchera donde nuestros camaradas de guardia estaban ya disparando como locos y pronto yo tenía caliente el cañón de mi fusil. Cuando había ya gastado varios peines de munición, comencé a serenarme y observé una cosa curiosa: estábamos agujereando con nuestra granizada de balas la negrura de la noche, pero yo no veía el menor rastro de atacantes. Ya más tranquilo, dejé de escrutar las tinieblas hacia las que estaba disparando y observé el conjunto del frente, viendo entonces un espectáculo de terrible belleza. Mirando hacia nuestro flanco izquierdo, donde estaba nuestras posiciones costeras, comenzaba allí una verdadera línea ígnea que serpenteaba desde las cumbres a las vaguadas, pasaba frente y sobre Berriatúa, llegaba a nuestras posiciones y seguía a nuestra derecha hasta Marquina, escupiendo fuego como una inmensa culebra que se ceñía durante varios kilómetros a toda la línea de nuestro frente, hasta donde alcanzaba la vista. Era una traca tan gigantesca y espectacular que desde entonces las fallas de Valencia me hacen bostezar.

No se cuanto tiempo duró aquella apoteosis de fuego y balas, pero, poco a poco, fueron espaciándose los disparos hasta quedar en un simple paqueo que duró toda la noche.

Al día siguiente los comentarios fueron muy variados, pues ni nuestros flamantes oficiales sabían cuál había sido la causa que originó aquel derroche de municiones. Hubo quien opinó que algún miliciano de guardia en el parapeto donde se inició el tomate, se alarmó por algo y disparó, causando por mimetismo el fuego graneado en todo el frente. Yo, por mi parte, después de haber presenciado el impresionante alarde de potencia de fuego de nuestros batallones en aquel sector, creí que aquello fue premeditado por nuestro mando, como aviso al enemigo que se había acabado el miliciano con escopeta y había nacido un Ejército que podía ponerles las cosas difíciles a los militares profesionales sublevados. Lo cierto fue que aquel frente allí se estabilizó y los requetés de allí no intentaron pasar.

Patxi Juaristiren Gerra Zibilean Berriatuan liburutik

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