Continuamos con la publicación del documento de las Memorias de un Miliciano que inciamos con NACE UN REPUBLICANO. Memorias del miliciano Isidoro Andreu (I). En él se recogen las vivencias del bilbaíno Isidoro Andreu, desde su incorporación al frente de Álava hasta la retirada por Cantabria y su caída prisionero en la plaza de toros de Santander.
Iniciamos el regreso con las mismas precauciones pero ahora más rápidos, pues conocíamos ya el camino. Al llegar a Berriatúa y tratar de cruzar el puente nos llevamos un susto de muerte, porque en un instante nos vimos dentro de un círculo de fusiles que nos apuntaban silenciosos y amenazadores. Pasaron unos segundos interminable, hasta que se oyó la voz del teniente Nogueira:
Bajad esos fusiles, camaradas, que son mis hombres.
Efectivamente, allí estaba nuestro teniente esperándonos con impaciencia, pues los hombres que nos rodeaban pertenecían a un grupo de dinamiteros que estaban minando el puente para su voladura y esta dependía de los informes que trajéramos nosotros. El teniente, después de palmearnos las espaldas, nos metió en un camión nos llevó hasta el alto de Mendeja, donde había comenzado nuestra excursión nocturna y donde ya habían tomado posiciones nuestros camaradas de la 4ª compañía.
El recibimiento fue glorioso, aunque unipersonal, pues el teniente nos llevó ante el ranchero que, por orden suya, nos tenía preparada una perola con la clásica alubiada y una parrillada de chuletas de buey acompañadas de patatas fritas como no la volveríamos a ver en toda la guerra. Después de tomar café, copa de salta parapetos y fumarnos un faria, el teniente nos dijo que teníamos el día entero para dormir lo que quisiéramos y a mi no tuvo que decírmelos dos veces; a los cinco minutos estaba ya sobre un montón de helechos soñando con los angelitos y a las ocho de la noche fue necesaria la voladura del puente para que al fin despertase.
La explosión fue atronadora y durante varios segundos sus ecos fueron repitiéndose de monte en monte. Yo me levanté de un salto, me acerqué a la cima y miré hacia abajo: donde hacía unos segundos estaba el airoso y sólido puente se veía solamente una espesa nube de humo y polvo, que ascendía hacia el cielo lentamente, ocultando por completo la zona del río y parte del pueblo. Cuando, a los pocos minutos, la brisa del mar disolvió la negra nube, pude comprobar que el puente había desaparecido casi por completo. Sólo quedaban sobre el río alguna de sus piedras que emergían del agua.
Ahora, al desaparecer el puente, estaba claro que los “txapel gorris” lo iban a pensar antes de seguir su avance por aquel sector, porque nuestra situación y nuestra posición, estratégicamente, era muy buena. Toda la carretera que desde la costa, pasando por Berriatúa y Urberuaga, se adentraba hasta Marquina, serpenteaba por aquel valle flanqueado por las alturas donde estaba nuestro batallón y totalmente al alcance de nuestros fusiles. La carretera por la que podían haber atacado nuestra posición, camino y puerta de Lequeitio, se le había cerrado también con la voladura.

Aquella noche cenamos caliente, pero dormimos al raso y yo hice mis dos horas de guardia correspondiente con mi fusil esta vez cargado y los ojos bien abiertos; no me costó demasiado, pues la noche era cálida, en el cielo brillaban miles de luminarias y por primera vez en mi vida vi el maravillosos espectáculo de las estrellas fugaces que se desplazaban veloces, dejando su trazo de fuego en la negrura del firmamento, hasta desaparecer de repente, como si hubieran caído en un profundo pozo. Allá a lo lejos, sobre el mar, la luna caminaba lentamente recorriendo el sendero planteado que ella misma creaba sobres las olas. Aquella noche era la que yo había vivido tantas veces a través de las novelas de Zane Grey y sólo le faltaba el aullido de los coyotes.
Los días siguientes transcurrieron en calma, pero no ociosos; durante todo el día nos dedicamos a cavar la tierra, llenando cientos de sacos, que fueron convirtiéndose en fortines improvisados sobre todas las crestas y vaguadas de la lomas que ocupábamos. Aquellos fortines, construidos con troncos y revestidos de sacos terreros, no serían quizás muy ortodoxos para un capitán de Ingenieros, pero nos proporcionaban una tranquilizadora sensación de seguridad cuando nos metíamos en ellos para hacer nuestras horas de guardia. Además resultaban hasta hogareños cuando refrescaba por la noche, pues nos permitía encender pequeñas fogatas que calentaban nuestros cuerpos y convertían las hora de parapeto en soportables tertulias juveniles.
Nuestra compañía estaba bastante bien organizada, de forma que las horas libres de guardia las pasábamos en un caserío situado a retaguardia de las trincheras, aunque cerca de ellas, pero desenfilado del fuego enemigo. La familia de “caseros” que lo ocupaban tomaron nuestra presencia con filosofía y nunca nos pusieron mala cara, aunque sabíamos que ellos hubieran colocado en su balconada la ikurriña de algún batallón nacionalista, en lugar de la bandera roja de uno socialista. A pesar de ello, como digo, se portaban muy bien con nosotros y nos habilitaron el pajar que tenían directamente bajo el tejado para que descansáramos en las horas libres de guardia, compartiendo también amigablemente con nosotros el ambiente familiar que reinaba en la hermosa y tradicional cocina del caserío. Nosotros respondimos a su quizás forzada hospitalidad portándonos con ellos como se merecían y durante nuestra estancia sus dos hijos tuvieron para sus labores campesinas la ayuda de más brazos voluntarios y gratuitos que nunca hubiera soñado tener un cortijero andaluz.
Un día en que estábamos libres de parapeto se nos ocurrió a otros dos camaradas y a mi bajar al Balneario de Urberuaga, que estaba abandonado delante nuestras líneas y en tierra de nadie, a ver si encontrábamos en algún caserío algo de comer más apetitoso que nuestro potaje diario. Sin pensarlo dos veces buscamos un sendero e iniciamos el descenso hacia el valle. En nuestra juvenil ignorancia guerrera no pensamos siquiera que algún requeté de la ladera de enfrente podría haber tenido la misma idea que nosotros, en cuyo caso el encuentro nos hubiera resultado fatal, pues bajábamos en plan de excursionistas domingueros, o sea sin los fusiles. Tampoco se nos ocurrió que al regreso podríamos recibir un balazo de nuestros propios camaradas.
Llegamos al río, lo vadeamos y nos encontramos con el Balneario cerrado y abandonado y cuando estábamos a punto de renunciar a saborear el famoso conejo en salsa, del que habíamos oído hablar a nuestra familia de caseros como la especialidad más famosa de aquel lugar, vimos a poca distancia un caserío semioculto entre los árboles. Nos acercamos y nos recibió, con cara de espanto, una mujer, ya madura, esposa del dueño del caserío, a quién dijimos el motivo de nuestra presencia. Cuando comprendió que clase de conejo era el que buscábamos, se le pasó el susto, nos invitó a entrar y al poco rato estábamos sentados ante una humeante cazuela que olía a gloria. Habíamos tenido la suerte de topar por casualidad con el merendero especializado en aquel manjar y según nos contó, aunque su marido no estaba por haberse unido a un batallón de gudaris, ella seguía al mando de sus perolas. Después de rebañar con buen pan casero la cazuela y bebernos varias jarras de chacolí le pagamos la consumición (nunca olvidaré el precio de aquella inolvidable conejada, fue un escote de 3 pesetas por barba).
Cuando iniciamos el regreso hacia nuestra posición, el sol declinaba, la subida era suave, la alegría juvenil de nuestros pocos años y la complicidad de las jarras de txacolí, nos hicieron olvidar por completo la guerra. Yo subía por aquel sendero no hacía mi trinchera, sino hacia la ermita de San Roque de Archanda, de regreso de la romería de San Juan en Sondica, como había estado haciendo hasta el año pasado ¿o había sido treinta años antes?
De aquellos gratos recuerdos fui sacado por el molesto zumbido de un insecto que pasó cercano. A los pocos pasos eran varios ya y más próximos los abejones que zumbaban a nuestro alrededor. Solté un taco y avisé al que iba delante que nos estaba metiendo en algún avispero, cuando de pronto se tiró de cabeza entre los helechos y nos gritó para que hiciéramos lo mismo. Al instante estábamos los tres comiendo hierba, pues habíamos descubierto, de repente que lo que zumbaban sobre nuestras cabezas no eran avispas sino balas.
Con el corazón latiéndonos fuertemente en el pecho, estuve un buen rato tumbado, con los cinco sentidos en alerta máxima, hasta que comprobamos que, después de cada silbido, pasaban varios segundos hasta que sonaba un pa…cum lejano. Aquello significaba que no habíamos caído en una emboscada; simplemente nos estaban paqueando desde sus lejanas posiciones.
Aquel fue mi bautismo de fuego, la primera vez que una bala silbó junto a mis oídos y allí aprendí mi primera lección como soldado: no caminar nunca por una cresta con el sol poniente, pues nuestras siluetas eran verdaderas invitaciones para los tiradores enemigos.
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