Continuamos con la publicación del documento de las Memorias de un Miliciano que inciamos con NACE UN REPUBLICANO. Memorias del miliciano Isidoro Andreu (I). En él se recogen las vivencias del bilbaíno Isidoro Andreu, desde su incorporación al frente de Álava hasta la retirada por Cantabria y su caída prisionero en la plaza de toros de Santander.
Al penetrar en el amplio patio del cuartel nos ordenaron formar por compañías. (La mía era la 4ª). Y una vez formado el Batallón tuvimos un momento de pausa que yo aproveché para echar un vistazo alrededor. Lo primero que llamó mi atención fue una serie de cajones de madera adosados a una de las paredes del patio y que estaban abriendo unos cuantos soldados. Una vez quitadas las tapas nos mandaron formar en fila de a uno y fuimos pasando lentamente frente a ellas. Cuando nos llegó el turno, mi corazón precipito sus latidos, pues pusieron en mis manos temblorosas de excitación un flamante y moderno fusil y su bayoneta correspondiente que ¡al fin ¡ hacía realidad mis ilusiones de aquel verano interminable. A continuación me dieron un macuto de tela azul y 12 peines de cartuchos que a razón de 5 cartuchos por peine hacía un total de 60 cartuchos. Aquella dotación tan escasa me dio mala espina, aunque después me tranquilicé pensando que la intendencia del Batallón llevaría toda la munición necesaria.
Lo que me dejó pasmado de admiración fue que, examinando mi precioso juguete, descubrí grabada sobre la recamara ¡una cruz gamada!, el signo tan odiado por nosotros, sobre todo después del bombardeo de Bilbao, realizado por aviones nazis alemanes. Al ver la svástica grabada en mi fúsil me acerqué a uno de los cajones ya vacíos y pintado en él pude ver su procedencia ¡Hannover- Alemania!. En aquel momento aprendí que los traficantes de armas no tienen patria y que no les importa en absoluto que los que mueran ante esas armas sean sus propios compatriotas.
Una vez armado el batallón se nos proporcionó una manta a cada uno y una ración de campaña que guardamos en nuestro macuto, en fraternal revoltijo con los cargadores de munición; formamos en silencio y nos dirigimos a ocupar nuestros asientos en los autobuses, que inmediatamente se pusieron en marcha.
Bajamos hacía el Arenal, enfilando La Rivera, y a su paso por estas calles sumidas en un ominoso silencio yo comparé, pensativo, la diferencia entre nuestra fantasmal salida ylas que yo habíapresenciado desde aquellas aceras tres meses antes. Rememoré aquellas calles repletas de gente enfervorecida que despedía con aclamaciones y vítores a los milicianos que, como ahora nosotros marchaban al combate a plena luz del día y gritando a sus amigos el punto al que se dirigían, facilitando así el trabajo al Servicio de Información enemigo. Ahora nuestros incipientes mandos eran ya menos ingenuos y las salidas de milicianos se hacían de noche, con destino desconocido, hasta el punto de que ni los conductores de los autobuses sabían donde dejarían a sus camaradas, con la única excepción del conductor que encabezaba el convoy a quien, en el momento oportuno, se lo comunicaba el Comandante del batallón que iba sentado a su lado.
Los motores ronroneaban tragando kilómetros y nosotros nos afanábamos por adivinar nuestra ruta, cosa arto difícil en la oscuridad de la noche, teniendo en cuenta que se habían quitado todas las señalizaciones de las carreteras. Yo, cansado ya de alargar el pescuezo cada vez que atravesábamos un pueblo, sin poder identificarlo, decidí dormitar un poco y no tardé en quedarme como un tronco. No sé cuanto tiempo estuve dormido, pero de pronto me despertó el silencio que se hizo en el autobús al pararse el motor. Arrimamos todos las narices a los cristales de las ventanillas, tratando de averiguar donde estábamos sin conseguirlo, hasta que de pronto alguien dijo ¡coño! Si esto es Lequeitio.
Efectivamente, estábamos parados delante de la inconfundible silueta de la iglesia de Santa María de Lekeitio y para que no quedase ninguna duda divisamos un poco más al fondo, bañadas por la lechosa claridad de la Luna, varias pequeñas embarcaciones que se balanceaban en sus fondeaderos. Aquella visión nos quitó el sueño de golpe, porque comprendimos que el frente que nos había tocado cubrir era la zona costera y esto, en verano, tenía más alicientes que los montes del interior.
Después de una breve parada, iniciamos la marcha tomando no la carretera hacía Ondarroa, sino la de Marquina, lo que ya enfrió un poco nuestro incipiente entusiasmo de presuntos veraneantes.
La carretera iba tomando altura y a los pocos kilómetros el convoy de autobuses se detuvo de nuevo y se nos ordenó abandonar los vehículos; formamos por Compañías y la nuestra se adentró inmediatamente en el monte, abandonando la carretera. Caminamos en silencio durante bastante tiempo, hasta que llegamos a la cima de una loma donde nos desplegamos por secciones y con prohibición terminante de hablar y de fumar. Tumbados en el suelo, bien pegados a la hierba, procuramos comprender cuál era nuestra situación. La noche estaba serena y la luna nos prestaba con generosidad la luz suficiente para divisar a nuestra izquierda, a lo lejos, el mar; enfrente y debajo nuestro, un valle con un pueblecito al fondo, al que podía llegarse por una carretera que serpenteaba entre nosotros y el mar y que penetraba en el pueblo después de atravesar un puente sobre un pequeño río. A nuestra derecha la loma se prolongaba formando una cordillera en miniatura en dirección a Marquina y por último, a nuestras espaldas, se veían lejanas las luces de Lequeitio.
Llevábamos pocos minutos de espera cuando el teniente Nogueira (posiblemente Juan Nogueira Medina) llama a nuestro cabo, conversa con él, este se acerca a nosotros y nos ordena seguirle. Los seis milicianos que formamos el pelotón iniciamos la bajada hacia el valle, buscando la carretera de entrada al pueblo y mientras caminamos el cabo nos pone al corriente de nuestra misión. Se trata de realizar un reconocimiento y averiguar si los requetés han ocupado Ondarroa; Sabemos que el pueblo que está en el fondo del valle es Berriatúa, que está abandonado por sus vecinos, que nuestro pelotón de be pasar allí la noche y que al amanecer debemos hacer una descubierta por la carretera de Ondarroa para tratar de averiguar hasta dónde han llegado los “txapel gorris”.
Cuando termina de hablar pienso para mi;
“¡joder, esto si que es llegar y besar el santo. Le ha tenido que tocar este chollo a mi pelotón!.”
Seguimos bajando hacia el pueblo, atravesamos el puente de uno en uno y a la carrera y pronto llegamos a las primeras casas que, efectivamente, están abandonadas; recorremos todo el pueblo sin encontrar un alma y ya más tranquilos nos preparamos para pasar el resto de la noche. Nos metemos en la escuela, extendemos nuestras mantas en el suelo de un aula y aquí se presenta el primer problema: ninguno de los seis tenemos reloj que nos indique la duración de cada guardia: El cabo lo soluciona diciendo que yo, por ser el más joven, haga la primera y que despierte al segundo cuando note que me vence el sueño y así sucesivamente. Mis camaradas dejan sus fusiles en un rincón, se envuelven en sus mantas y a los dos minutos están roncando. Yo me siento en el suelo apoyado contra la pared, con mi fusil entre las piernas, cavilando cómo me las arreglaré para calcular, por lo menos de forma aproximada, la duración de mi guardia y cavilando, cavilando, me quedo dormido. Cuando me despierto, una luz blanquecina está envolviendo las siluetas de mis camaradas que siguen roncando como benditos; compruebo con susto que está amaneciendo y los sacudo para que despierten. Ante su extrañeza por no haberles tocado ninguna guarida, le aclaro que no quise despertarlos porque yo no tenía sueño. Ninguno de ellos supo nunca lo cerca que estuvieron aquella noche de ser desarmados, apresados y fusilados hasta por el tonto del pueblo si este hubiera caído por allí.
Nos comemos rápidamente una lata de sardinas y mis camaradas van a iniciar la marcha cuando yo les paro en seco con una petición totalmente imprevista para ellos:
– Esperad un poco, a ver quien me enseña a cargar mi fusil.
– ¡La madre que me parió!-contesta el cabo, – ¿no irás a decirnos que has estado haciendo la guardia toda la noche con el fusil descargado?
Pues si te lo digo, y seguirá descargado hasta que algún listo me lo enseñe a cargar ¿o tú naciste sabiéndolo?
Mis camaradas toman el asunto a cachondeo, el cabo se humaniza y me enseña meter el peine en la recámara y a vaciar la munición dentro de ella, me explica el funcionamiento del cerrojo y del seguro, me da una palmadita en la espalda y ya en plan de chufla aconseja al pelotón que caminen siempre detrás de mi y nunca delante de mi fusil.
Salimos de Berriatúa y alejándonos de la carretera, a través de pinares y a su abrigo, andamos varios kilómetros en dirección a Ondarroa; la amanecida ha sido espléndida y la patrulla no tiene la menor dificultad de orientación. Lo único que nos preocupa es el ser vistos antes de cumplir nuestra misión y por ello nuestro reconocimiento se hace más largo, porque lo vamos haciendo bajo la protección de los pinares. Sabemos que el simple encuentro con un aldeano puede sernos fatal, pues sospechamos que muchos de ellos son carlistas que darían el soplo a los “txapel gorris” inmediatamente, haciéndonos entonces muy difícil el regreso a nuestras líneas.
El pinar que nos encubre ahora sube hacia el alto de una loma y al llegar a su cima nos tumbamos sobre la hierva, mirándonos unos a otros con alivio porque desde allí, no a mucha distancia, divisamos las casas y el puerto de Ondarroa.
Estuvimos un buen rato rompiéndonos los ojos tratando de descubrir si el pueblo estaba ya ocupado por los requetés, pues aunque en el puerto se veían algunas personas con boina roja no divisamos si eran requetés o paisanos. De pronto vimos más movimiento de gente y un barco de pesca asomó su proa enfilando la bocana del puerto y cuando atracó en el muelle se hizo visible la bandera que ondeaba en su popa. Podíamos ya regresar con la misión cumplida, pues aquella bandera, roja y amarilla, nos decía que Ondarroa había dejado de pertenecer a la República.

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